(Foto: Gtres)
Si hay algo que todos hemos escuchado alguna vez es que el tiempo lo cura todo. Es una frase comodín que aplica prácticamente a todos los casos de intenso sufrimiento emocional en el que hay una pérdida. Y lo hace, precisamente, porque pretende ser un paliativo contra el dolor, haciendo creer al que lo padece que se trata de una situación aguda y no crónica. Pero ¿hasta qué punto es verdad? Siendo cierto muchas veces, es una afirmación que debemos coger con pinzas porque no siempre se aplica y, como mínimo, necesita de alguna matización.
No hace falta que haya un evento catastrófico y de enorme magnitud social para recurrir a que el tiempo lo cura todo: basta con que se produzca una pérdida, que es algo que padecemos todos a lo largo de la vida. Por ejemplo, con los novios de la adolescencia. O cuando nos separamos geográficamente de nuestro mejor amigo al cambiarnos de ciudad o incluso de colegio.
El denominador común que motiva esa frase de consuelo es la pérdida. Por eso se suele oír también cuando aumenta la escala de dolor y perdemos a seres queridos, como puedan ser los abuelos. Aunque sea “ley de vida”, las emociones van solas y están cerradas a la lógica. Por eso necesitamos escuchar alguna otra voz que, desde fuera, añada esa parte racional y esperanzadora necesaria para iniciar el duelo.
El manido dicho popular, sin embargo, no aplica siempre. Concretamente, no tiene lugar en los casos de trauma. Así, mientras que en el duelo el transcurrir de los meses y los años sí actúa como un aliado natural, en el trauma, el paso del tiempo no basta y puede incluso cronificar sus consecuencias más desadaptativas.
Lejos de lo que se pueda pensar, un trauma no sólo es un hecho puntual, tremendo y vertical dentro de nuestra línea de vida (tipo accidente, violación o vivencia de guerra). De hecho, los traumas más “típicos” se producen por la repetición de ciertos eventos emocionales negativos que nos suceden en la vida a partir de nuestras relaciones de la infancia.
Por otra parte, los traumas que todos tenemos casi siempre se producen por lo que nunca pasó (por ejemplo, falta de atención o percepción de cariño). Suceden -o no suceden- también con nuestras figuras más cercanas y supuestamente “de seguridad”, como son nuestra propia familia.
Y aunque convenga matizar que los padres no son los culpables de todas nuestras desgracias, ya que hacen lo que pueden (condicionados por sus propias experiencias de la infancia), eso no las resta importancia. En cualquier caso, hablaríamos entonces de trauma relacional y complejo, una modalidad de “golpes emocionales” que iremos integrando poco a poco en nuestra vida y que no pasarán con el tiempo.
De hecho, salvo que se trabaje en consulta, este tipo de trauma seguirá latente y sin que apenas nos demos cuenta de su existencia. Ejemplos hay muchos, como el del niño que crece sintiendo que nunca puede llorar ni mostrar debilidad porque debe ser “fuerte”, y arrastra en su etapa adulta esa prohibición emocional.
Si bien el tiempo ayuda a sanar un duelo, nunca bastará para integrar un trauma. Los traumas emocionales antes mencionados (de tipo relacional y complejo) llevan consigo una serie de mecanismos de defensa inconscientes y adaptativos. Uno de ellos es creer que ese tipo de interacciones son normales y esperables, llevándonos a su aceptación.
Otro, es el olvido de que alguna vez han tenido lugar. A esto se le conoce como disociación, y viene a significar que no son correctamente procesados desde lo emocional hacia nuestro lado más racional. Por el contrario, cuando nos pasan cosas en la infancia que no somos capaces de asimilar, las dejaremos encapsuladas en algún lugar de nuestro cerebro, en forma de memorias fragmentadas que “están pero no están”. Es decir: siguen ahí en forma de sensaciones que el cuerpo recuerda. Sin embargo, no somos capaces de darle una narrativa.
La razón por la que el trauma no se cura solo, por más que pase el tiempo, radica precisamente en su latencia semi-invisible. Al estar ahí, nos condiciona y puede “despertar” en cualquier momento. Incluso años después, y sin que nos acordemos siquiera de que alguna vez nos pasó algo.
¿Cómo y por qué despierta el trauma? La mayoría de las veces, el trauma despertará a través de su legado en forma de síntomas: ansiedad, compulsiones, autolesiones, ataques de pánico… Estos pueden aparecer mucho después y cuando la realidad nos traiga algo que estimule un recuerdo no integrado adecuadamente en nuestra memoria adulta y episódica.
Tampoco es verdad que “lo que no te mata te hace más fuerte” en el caso del trauma. Por el contrario, cualquier evento traumático te va a hacer más débil. Siempre. Otra cosa son las pequeñas adversidades de la vida. Estas sí nos pueden hacer crecer, al generarnos un aprendizaje a partir de la experiencia. También nos fortalecen porque podrán aumentar nuestra resiliencia al hacernos salir de nuestra zona de confort.
Pero eso es un asunto diferente al trauma. El tiempo sólo curará aquello que esté bien integrado y tenga narrativa, al aprender a relativizar en base a las nuevas experiencias. Sin embargo, el trauma necesita un trabajo consciente: pedir ayuda profesional permitirá darle sentido y transformar esas heridas en un relato integrado que sí nos libere.
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