Foto Unsplash @centelm
Hay frases que decimos a menudo sobre nosotros mismos sin apenas reparar en su toxicidad, ni mucho menos en su origen. Salvo que alguien nos haga ver que hay un error, esos “yo siempre tiendo a engordar“, “tengo el pelo fino“, o “yo no valgo para estudiar” son ejemplos de las clásicas ideas que tenemos sobre nuestra propia persona y que seguramente arrastremos durante toda la vida.
Además, están edulcoradas, porque en realidad se sienten como cosas peores, como “soy gordo“, “mi pelo es una M..” o “yo soy poco listo“. ¿Qué sucede en nuestro diálogo interior para minarnos la moral de esa manera a nosotros mismos? ¿Por qué a veces parecemos nuestro peor enemigo? La respuesta está en los mandatos familiares y en algunas de las “perlas” que hemos oído repetidamente en nuestra infancia.
La psicología llama introyección al proceso por el que incorporamos mensajes ajenos como propios. Así, introyecto es el mandato concreto que queda dentro y dirige, en silencio, parte de nuestra conducta y de nuestra vida. Estas palabras, que seguramente son unas completas desconocidas, abordan sin embargo una realidad demasiado importante como para pasarse por alto.
El término introyecto lo acuñó Sándor Ferenczi en 1909, en un artículo en el que lo presentaba como el opuesto de la proyección. Un concepto ampliamente conocido en el psicoanálisis e ideado por Freud. Según el padre de la psicología, cuando un deseo, emoción o rasgo propio nos resulta inaceptable o amenazante, nuestra propia psique lo rechaza y lo expulsa hacia fuera, atribuyéndolo a otra persona o al entorno.
De esta manera, con la proyección disminuimos tanto la ansiedad y la culpa. Pero con el precio de distorsionar la realidad y eludiendo la responsabilidad personal. Contrariamente a la proyección, la introyección supone la importación de ideas, aceptándolas sin digerir. Tanto es así, que, es algo que se popularizó con la terapia Gestalt como “contenido tragado”.
Cuando éramos niños, estas ideas nos ayudaron a encajar en nuestra familia, pero llegada la edad adulta, no nos benefician. De hecho, suenan a frases falaces en forma de “deberías” y “hay ques”. Lo peor de ellas es que nos condicionan y limitan a la hora de tomar decisiones en nuestra vida adulta.
Y lo hacen, precisamente, a través de esas inseguridades que nos han generado en el pasado y que, sin quererlo, seguimos reforzando nosotros mismos en el presente. Sucede así porque ni siquiera nos hemos cuestionado la veracidad de estas creencias, que además se han convertido en “máximas” en nuestra vida.
Por una cuestión meramente biológica y de desarrollo evolutivo, los niños no tienen la capacidad de discernir entre su propio pensamiento y el de los demás. Esto les hace creer que lo que ellos piensan es una realidad inamovible. Para ellos no existe, pues, el concepto de percepción o subjetividad, sino que todo es único, real y compartido. Por otro lado, su realidad viene condicionada por lo que le explican sus padres y cuidadores, de quienes dependen al cien por cien para sobrevivir.
Esto les hace creer a pies juntillas todo lo que digan sus adultos de referencia, posibilitándose cosas como el pensamiento mágico en el caso de los Reyes Magos o del Ratoncito Pérez. Aunque estos ejemplos podríamos decir que son “simpáticos”, ya que otras veces los mensajes resultan en engaños muy tóxicos que minan su autoestima, haciéndoles creer que son feos, gordos, o torpes -por poner unos pocos ejemplos-.
Los mandatos o supuestos básicos familiares que nos harán creer que somos, de algún modo, inapropiados o incapaces en alguna cosa, lamentablemente se pueden producir incluso sin expresiones directas o violentas.
Los mensajes sutiles, en este sentido, funcionan igual de bien. Así, a lo mejor no nos han llamado “feos” directamente, pero si a nuestro hermano no hacen más que llamarlo guapo, alabando su belleza y apuntándolo a una agencia de modelos, mientras que a los demás ni nos miran, llegaremos a esa conclusión por nosotros mismos.
Lamentablemente, las introyecciones no se quedan en simples recuerdos: se convierten en la base de cómo nos hablamos por dentro, marcando el estilo de nuestro diálogo interior. Por eso, si de pequeños hemos escuchado que “no damos la talla”, es probable que en la edad adulta aparezca una voz interna que repita esos mensajes cada vez que nos equivocamos.
Y lo que podría ser una simple frustración en forma de “qué mal me ha salido hoy” se traduce en el juicio generalizado de “soy un desastre”. La introyección actuará, pues, como un filtro que interpreta la realidad siempre a favor de confirmar las ideas negativas, mientras que los logros se minimizan o se atribuyen a la suerte.
Con el tiempo, este diálogo interior en forma de autocastigo podría terminar condicionando nuestras decisiones e inhibiendo iniciativas por la falta de seguridad.
Desmontar un introyecto no es cuestión de repetir delante del espejo que “todo va a ir bien” y “tú no eres tan feo“. Aunque todos tenemos nuestros introyectos, cuando estos tocan demasiado la autoestima o nos convierten en personas disfuncionales, es conveniente recurrir a un profesional.
Con la ayuda de un tratamiento psicológico será posible identificar esas ideas introyectadas y reconocer “de quién era esa voz” para cuestionar su validez en el presente.
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