(Foto: Minor Hoteles Facebook)
España y Francia llevan años disputándose la corona del turismo mundial, alternando el primer puesto en el ranking de países más visitados. Ese liderazgo, lejos de ser solo motivo de orgullo, empieza a mostrar grietas estructurales que amenazan el equilibrio del modelo turístico.
Ciudades desbordadas, centros históricos convertidos en parques temáticos y costas que ya no pertenecen a sus habitantes son el reflejo de un modelo que roza el límite. El país que mejor supo vender su hospitalidad corre el riesgo de morir de éxito. Como todo exceso, el turismo masivo ha dejado de ser un motor de prosperidad para convertirse en una amenaza silenciosa.
El ritmo del crecimiento ilustra la magnitud del fenómeno. En 1998, España recibió alrededor de 42 millones de turistas internacionales; en 2024, la cifra ascendió a 93,55 millones, más del doble en apenas veinticinco años.
Este incremento vertiginoso ha superado la capacidad de adaptación de muchas infraestructuras, comunidades y ecosistemas. El modelo, basado en la expansión continua, ha generado una paradoja cada vez más visible: cuanto más éxito turístico, menos bienestar local.
Esa presión constante no solo se traduce en saturación, sino también en una pérdida de sentido. Lo que en su origen fue una invitación a compartir cultura, paisaje y estilo de vida se ha transformado en una industria de volumen.
Un modelo centrado en la cantidad, no en la calidad; en llenar habitaciones, no en cuidar la experiencia; en atraer visitantes, no en preservar lugares. Paralelamente, las protestas y la turismofobia han ido creciendo, dando forma a una paradoja inquietante: los lugares que viven por y para el turismo, y de los que dependen tantas familias, están encontrando en él su propio agotamiento. Así, la consecuencia se impone con claridad: se empobrece lo que se multiplica sin medida.
El turismo no es enemigo, pero sí lo es su desmesura. Recuperar la medida es hoy una urgencia y, a la vez, una oportunidad. En demasiados rincones de España, especialmente en las zonas costeras, el modelo se ha orientado hacia un turismo de borrachera o de bajo coste que erosiona la imagen del país y degrada el entorno.
Desde hace años, España ha optado por competir a la baja en cuanto a precios, priorizando el volumen sobre el valor y sacrificando la calidad en favor del precio. Magaluf, Benidorm o Lloret de Mar son ejemplos evidentes de este fenómeno, donde el precio ha reemplazado al valor y la cantidad ha desplazado a la calidad.
Sin embargo, algunas ciudades comienzan a comprender que este modelo no es sostenible y han puesto en marcha estrategias para revertirlo. Un ejemplo elocuente es Málaga, enmarcada en la Costa del Sol.
Su estrategia busca reducir el número de turistas, incrementando al mismo tiempo la calidad de las estancias y el gasto medio por visitante. Este cambio no se produce de la noche a la mañana, sino que responde a un esfuerzo coordinado entre lo público y lo privado.
Por un lado, una política pública que impulsa la construcción de hoteles de cinco estrellas mientras limita las licencias para establecimientos de categorías inferiores. Y por otro, la respuesta del sector privado, que apuesta por crear propuestas con un mayor valor añadido y una visión más sostenible del destino.
Replantear el turismo no implica cerrarse al mundo, sino abrirse de otra manera. Supone pasar del turismo de masas al turismo de propósito, del visitante fugaz al huésped consciente, de la explotación del territorio a su celebración. España puede y debe liderar un nuevo modelo de hospitalidad basado en la medida, la elegancia y la autenticidad.
Atraemos a los turistas según aquello que decidimos ofrecer. Si el país pone en valor su patrimonio cultural, histórico y gastronómico, con restaurantes que respeten la identidad de cada lugar, si impulsa la llegada de grandes cadenas internacionales como Four Seasons o Mandarin Oriental y promueve la creación de hoteles boutique independientes de alta calidad, atraerá a un visitante más exigente, curioso y respetuoso.
En cambio, mantener una oferta turística de low cost solo perpetuará la afluencia masiva de un turismo que aporta poco y desgasta mucho. Tanto en términos económicos como culturales.
Eliminar la oferta low cost no significa renunciar al turismo, sino elevar su estándar. La verdadera transformación llegará cuando las políticas públicas y la iniciativa privada trabajen de forma coordinada para posicionar a España como un destino de excelencia, donde el visitante busque la experiencia y no el precio. Solo así el país reducirá la saturación y recuperará el prestigio de su hospitalidad.
El lujo del futuro no residirá en la cantidad de turistas que llegan, sino en la calidad de los que permanecen. En el visitante que deja huella, pero no desgaste; en el equilibrio entre recibir y cuidar; en un turismo que, como todo lo verdaderamente sofisticado, se define por su capacidad de contenerse.
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