Foto Unsplash @vmxhu
A estas alturas del año no son pocas las personas que han iniciado su particular travesía por el desierto con el firme propósito de perder unos kilos de aquí al verano. La “operación bikini” oficialmente ya ha arrancado, y la mayoría de nosotros ya vamos tarde. Casi todos queremos adelgazar, y esto es casi tan cierto como el hecho de que solemos orientar mal nuestros esfuerzos, centrándonos únicamente en aspectos biológicos relacionados con el metabolismo y con la ingesta calórica. Sin embargo, más allá de estas premisas, existen otras tan importantes o más en relación con nuestra propia psicología. Esa que explica, por ejemplo, el hambre emocional.
Por eso, cada vez más gente recurre al psicólogo como fórmula adicional para adelgazar. Te explicamos cómo y por qué, desde la psicología clínica, se puede contribuir a este objetivo.
Cuando queremos perder unos kilos nos fijamos demasiado en la balanza, pero no sólo en la que nos dice lo que pesamos. Habitualmente nos concentramos en la relación entre lo que comemos y el gasto calórico que realmente necesitamos, y esta balanza casi nunca está equilibrada. Como resultado, y según todos entendemos, hay que reducir las calorías o incrementar la quema de estas. Así de claro nos lo explican los nutricionistas, y tienen toda la razón.
Sin embargo, a menudo los programas para adelgazar dejan de lado los aspectos relacionados con la motivación y, sobre todo, con las emociones. En estas suele estar el origen de nuestros problemas con la comida. Y ahí es donde entra el psicólogo, para identificar las razones que nos llevan a comer en exceso, intervenir terapéuticamente sobre ellas, y establecer los controles oportunos para detener la conocida como hambre emocional.
El hambre emocional se define como el impulso de comer, pero no por una necesidad física, sino para gestionar o aliviar emociones desagradables como la ansiedad, la tristeza, el aburrimiento o incluso el enfado. A diferencia del hambre física, que aparece de forma gradual y puede satisfacerse con casi cualquier alimento, el hambre emocional suele darse de forma repentina.
Además, es muy específica. Sucede, por ejemplo, ante ese deseo irrefrenable de dulce o comida ultraprocesada que de vez en cuando nos puede asaltar a cualquiera de nosotros. Ese día que queremos galletas de tal marca exactamente, o patatas fritas seguidas de helado de sabor a vainilla con nueces de macadamia y no de chocolate.
Cuando caemos en la tentación de comer este tipo de cosas, lo que en realidad estamos haciendo es tratar de regularnos emocionalmente. Esto es: buscamos paliar la ansiedad y el malestar psicológico, generando sustancias opiáceas naturales en nuestro cerebro, como la dopamina.
Sin embargo, lamentablemente, una tableta de chocolate no va a solucionar ninguno de nuestros problemas a largo plazo. Lejos de eso, tras la ingesta de comida por causas emocionales se produce un efecto paradójico: tras ese momento de “alivio” que ofrece la comida, aparecerán sentimientos de culpa, frustración o incluso más ansiedad, generándose entonces un círculo vicioso difícil de romper.
Las emociones que más frecuentemente disparan episodios de hambre emocional son la ansiedad, la tristeza, el aburrimiento, el enfado y la frustración. Reconocer estos esquemas de la relación emocional con la comida serán el primer paso para poder cortar de raíz con el problema.
Desde hace tiempo que sabe que la comida cumple un papel que va mucho más allá de la función nutricional para la que evolutivamente estaba ideada. Además de asegurarnos el alimento necesario para mantenernos vivos, el hambre está muy relacionada con lo sensorial y, como decíamos antes, con lo emocional. La pediatra y maestra zen Jan Chozen Baysf, precursora del Mindful Eating, propuso en su momento una clasificación en la que describía 7 tipos de hambre:
Aunque algunas corrientes actuales amplían este listado a 9 tipos, incorporando el hambre táctil o auditiva, el planteamiento de Bays sigue siendo el más reconocido en psicología de la alimentación. Se aplica, concretamente, en la corriente del Mindful Eating, una técnica que apuesta por el Mindfulness aplicado a la comida y por la que tomamos conciencia de nuestra relación con esta.
Desde la psicología se sabe que la ansiedad tiene un papel muy importante en la creación de hábitos poco saludables, impulsivos e incluso compulsivos con la comida. Y la explicación es fundamentalmente biológica: la acción de comer es incompatible con la ansiedad. Es decir, mientras comamos nunca sentiremos ansiedad. Además, la comida es un gran paliativo, ya que activa los circuitos de las recompensas del cerebro, generando sensaciones de placer.
Esto le sucede a la gente con sobrepeso, pero también a la gente sin kilos de más o sin ningún deseo de adelgazar. Según un estudio publicado en National Library of Medicine, la regulación emocional deficiente se asocia directamente con conductas alimentarias disfuncionales como el atracón o el comer emocional, especialmente en contextos de ansiedad.
Todo esto la convertirá generalmente en la diana del tratamiento, tratando de buscarse tanto el origen como los nuevos desencadenantes de esta ansiedad, y procurando un control estimular. Este será el que evite, por ejemplo, que no haya comida basura a mano en casa. Además, se emplearán otras técnicas entrenables como la respiración diafragmática, la meditación, y el autocontrol.
El objetivo será sustituir la comida como fórmula de regulación emocional por otros patrones más adaptativos. En suma, el psicólogo no tratará de eliminar el hambre emocional por completo (todos comemos emocionalmente de vez en cuando), sino de aprender a reconocerlo, manejarlo y tener otras vías para gestionar nuestras emociones.
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