¿Qué tienen de especial las vacaciones en el pueblo?
La mejor receta emocional para el verano más auténtico.
Estamos en pleno verano y el que no está todavía de vacaciones, poco le falta. La elección del lugar es totalmente libre. Hay quien prefiere tirar de hotel para poder viajar y conocer sitios nuevos, pero también está el que se aferra con uñas y dientes a los clásicos de siempre. Y uno de los lugares vacacionales por excelencia es el pueblo. Esa aldea o apenas pedanía en la que tus abuelos te han visto crecer.
Donde vuelves para llevar a tus hijos y que sientan lo mismo que viviste tú. ¿Qué tienen de especial estas vacaciones en el pueblo, que nos llevan de vuelta al origen? En realidad, regresar al pueblo no es sólo un destino: es un gesto casi ritual. Y veranear allí es mucho más que pasar calor sin aire acondicionado o saludar a gente a la que no conocemos.
Un anclaje emocional para grandes y pequeños
Estas vacaciones suponen reconectar con nuestras raíces y con los orígenes de nuestra familia. Al fin y al cabo, es un lugar lleno de recuerdos, personas queridas y tradiciones que, en nuestro fuero interno, simbolizan el hogar. Todas estas son razones suficientes para considerarlo beneficioso desde el punto de vista psicológico y emocional. Y lo es tanto para los adultos, como para los niños.
De acuerdo a la psicología evolutiva los entornos estables y predecibles son clave para el desarrollo emocional de los niños. Por ello, volver cada verano al mismo sitio, ver a los mismos primos, repetir las mismas rutas en bici y reencontrarse con los mismos vecinos crea lo que se conoce como memoria autobiográfica estructurada.
Hay una red de emociones que se activan cuando entramos en contacto con algo familiar
Así lo describen Martin A. Conway, psicólogo investigador de la Universidad de Bristol, y Christopher W. Pleydell-Pearce Burden, de Neurological Institute, en un estudio sobre memoria y emociones. Los autores plantean que nuestras memorias autobiográficas no son meros depósitos de hechos, sino que forman parte de un sistema de memoria del yo. Y dentro de este sistema, los recuerdos se organizan en capas: recuerdos específicos (como “el día que fui con mis primos al río”), generalizaciones (“todos los años en mis vacaciones de verano”) y narrativas de vida (“siempre veraneábamos en el pueblo”).
Estos niveles se activan y conectan cada vez que entramos en contacto con algo que nos resulta familiar, desencadenando toda una red de emociones y significados personales que refuerzan nuestro sentido de identidad. Por todo ello, los recuerdos vinculados a lugares seguros —como la casa de los abuelos en el pueblo— se asocian con emociones positivas y se integran en la narrativa personal como episodios positivos.
Esta integración emocional fortalece las conexiones con el pasado, ofreciendo una base sólida de autoestima y coherencia personal. En palabras más sencillas: ese “yo iba de pequeño al río con mis primos” ahora, como adultos, forma parte de quiénes somos.
La familia extensa: esa red que nos sostiene
Además de naturaleza, si algo caracteriza al pueblo es la presencia de la familia extensa. En realidad, esta viene a ser un apoyo social muy valioso del que los niños disfrutan especialmente. En ellos queda especialmente patente cómo este tipo de convivencia ayuda a crear vínculos sólidos más allá de su núcleo familiar, proporcionándoles una sensación de seguridad y pertenencia que llega a mejorar incluso su autoestima. Por tanto, tener a los abuelos cerca durante el verano no solo es útil para los padres que pueden delegar, sino que genera en los niños una conexión intergeneracional con muchos beneficios a largo plazo.
La vida en el pueblo suele obligarnos también a un tipo de socialización más natural: salir a la plaza, hablar con los vecinos, participar de las fiestas patronales. Allí hay menos pantallas y más sobremesas más largas con charla desenfadada y juegos de cartas. Todo esto fomenta una sociabilidad espontánea que se ha perdido en nuestros días dentro de nuestros contextos más urbanos y digitales.
El valor de la repetición y la tradición
Veranear siempre en el mismo sitio puede parecer poco original, pero tiene un valor psicológico profundo. La repetición de rutinas conocidas genera una sensación de seguridad interna. Desde el punto de vista infantil, permite anticipar lo que va a pasar, y eso les da tranquilidad. Pero incluso para los adultos, esta recurrencia tiene un componente emocional importante: lo que se repite se convierte en tradición, y las tradiciones, cuando se viven con emoción, se transforman en rutinas que nos aportan orden y significado.
Las vacaciones en el pueblo suelen venir acompañadas de una carga emocional: “la casa del abuelo”, “el olor a flores de la entrada” o “la siesta con las ventanas abiertas y las persianas bajadas” son ejemplo de ello. Todo eso construye unos anclajes afectivos, que son esas referencias sensoriales que activan emociones placenteras, incluso años después.
Un verano más barato, pero no menos valioso
No es ningún secreto que veranear en el pueblo suele salir bastante económico. Ir a casa de los abuelos implica alojamiento gratis, comidas caseras y pocas preocupaciones. Pero lejos de ser una solución de emergencia, este tipo de vacaciones pueden ser igual o más enriquecedoras. Tener la posibilidad de mandar a los niños con los abuelos todo julio, por ejemplo, no solo es un alivio para los padres que trabajan, sino que genera experiencias vitales riquísimas para los pequeños. Entre otras, mayor autonomía, convivencia con otras generaciones y contacto con la naturaleza.
Desde el punto de vista psicológico, lo económico también afecta al bienestar emocional. Poder disfrutar de unas vacaciones sin entrar en estrés financiero permite una desconexión más real. Si lo pensamos bien, la vida sencilla que se lleva en el pueblo, sin grandes pretensiones ni gastos, conecta con una idea de disfrute más esencial y menos material.
El pueblo como álbum emocional colectivo
Finalmente, no podemos olvidar que el pueblo funciona como una especie de álbum de fotos emocional, donde no solo están nuestros recuerdos, sino también los de nuestra familia. Volver allí es reactivar todas esas historias: la adolescencia de nuestros padres, las anécdotas de nuestros tíos, o los objetos que nos recuerdan a quienes ya no están. Esta memoria colectiva fortalece los vínculos y le da profundidad a nuestras raíces.