Foto Unsplash @spiritvisionstudios
En un tiempo donde cada marca, proyecto o espacio parece obligado a declararse sostenible, inclusivo o comprometido, asistimos a una sobreabundancia de relatos. El mercado está lleno de discursos grandilocuentes que, en demasiadas ocasiones, son meros envoltorios retóricos sin verdadera profundidad. Las palabras se multiplican, pero los hechos no siempre las acompañan. Un reciente estudio de la consultora Edelman revelaba que más del 60% de los consumidores desconfían de las marcas que comunican compromisos éticos sin aportar evidencias claras de su cumplimiento.
En este contexto saturado, empieza a emerger una nueva forma de sofisticación: la coherencia. No como eslogan, sino como sistema operativo. Proyectos en los que las decisiones estéticas, operativas y conceptuales responden a una misma lógica interna, sin necesidad de adornos ni explicaciones forzadas. Un modelo donde el relato no es un producto de marketing, sino la consecuencia natural de una forma de trabajar.
La coherencia hoy es un lujo porque es escasa. Requiere renunciar al efectismo, al marketing inmediato y a la tentación de buscar validación constante. Implica construir desde la convicción, no desde la oportunidad.
En un mundo cada vez más entrenado para detectar el relato vacío, la coherencia tiene un valor casi subversivo. Según el Global Consumer Barometer 2023, el 74% de los consumidores de alto poder adquisitivo priorizan marcas y experiencias que consideran auténticas frente a aquellas que perciben como oportunistas.
La gastronomía, la hospitalidad y el diseño de experiencias ofrecen algunos de los mejores ejemplos de este fenómeno. Lugares donde la arquitectura, la carta, el servicio, los materiales y la comunicación responden a una filosofía común que se siente en cada gesto. No hace falta verbalizarlo; se percibe.
En Madrid, el trabajo de Proyectos Conscientes, responsables de Mo de Movimiento, Tramo y Amasa, es uno de los casos más nítidos. Han rehabilitado espacios con historia sin caer en el espectáculo arquitectónico, han integrado procesos sostenibles reales, han apostado por la inclusión laboral sin convertirlo en reclamo publicitario y han construido una estética sobria, funcional y cálida que acompaña sin imponer.
Su discurso no está en lo que cuentan, sino en lo que hacen. No necesitan subrayar su compromiso ecológico porque se materializa en sus decisiones: desde la elección de materiales reutilizados hasta el modelo energético, desde los proveedores locales hasta el diseño operativo de sus cocinas. Más del 90% de los materiales empleados en sus espacios provienen de procesos de recuperación o proximidad y su modelo energético permite un ahorro de hasta el 60% en consumo eléctrico respecto a espacios equivalentes.
Pero no son los únicos. Este modelo empieza a replicarse, cada uno en su lenguaje, en otros ámbitos. Por ejemplo hoteles boutique que priorizan el confort emocional sobre el exceso decorativo; o clubes privados que seleccionan a sus miembros por afinidad cultural más que por exhibicionismo económico. En todos ellos, el lujo de la coherencia está en no obligar al usuario a descifrar el relato: simplemente a vivirlo.
Esta tendencia conecta con una nueva sensibilidad cultural, especialmente entre generaciones más jóvenes, que buscan experiencias donde lo estético, lo ético y lo funcional convivan de forma orgánica. En un mundo hiperconectado, donde cada decisión empresarial es rápidamente expuesta y analizada, la coherencia ofrece un blindaje natural frente al cinismo del mercado.
La coherencia no presume. No compite por la atención. No busca titulares. Por eso empieza a convertirse en uno de los signos más sutiles y sofisticados del nuevo lujo. El de quienes no necesitan explicarse, porque todo lo que hacen ya lo viven. Y en un escenario donde el consumidor tiene más información, más criterio y menos paciencia para la impostura, esa coherencia se convierte, paradójicamente, en el gesto más exclusivo de todos.
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