Nadie cuestiona el valor de la discreción y de no llamar la atención: es incluso sinónimo de elegancia. Aunque nos referimos a una discreción prudente, en el sentido de no ostentar ni hacer alarde de las cualidades personales o materiales.
Distinto es el que, sin buscarlo, destaca y brilla por sus éxitos, y su mera presencia atrae las demás miradas. Esto, que parece una bendición al más puro estilo de los talentos bíblicos, paradójicamente, puede convertirse en todo lo contrario.
Sucede así cuando el éxito, en vez de aplaudirse, se castiga. Para explicarlo, contamos con una imagen metafórica tan potente como la de esa flor que crece más que las demás y, por ello, alguien la corta. Se trata del síndrome de la amapola alta, un fenómeno analizado desde lo social pero con grandes repercusiones psicológicas para quien lo padece.
En inglés, la tendencia a “cortar” a quien sobresale, para devolverlo a la media, se conoce como el Tall Poppy Syndrome. Y no se trata solo de un asunto de egos, sino que se estudia desde la psicología social, ya que implica dinámicas complejas como la pertenencia, la amenaza al estatus y la comparación con los demás.
La imagen de “cortar las amapolas altas” se remonta a los relatos del historiador Tito Livio sobre el rey romano Tarquinio el Soberbio, recordado por su crueldad, y para quien “podar” a los que destacaban significaba neutralizar amenazas y mantener el control. Con el tiempo, esa escena se convirtió en la metáfora que hoy conocemos.
Como término sociocultural, Tall Poppy Syndrome se acuñó en Australia y Nueva Zelanda durante el siglo XX y en los años 80, asociado a valores de igualitarismo. Hoy en día, cada país tiene su propia manera de llamar a las “amapolas” y, sobre todo, de manifestar el deseo de cortarlas.
El síndrome de la amapola alta describe conductas que minusvaloran, cuestionan o boicotean a quien destaca por su éxito, talento o visibilidad. En suma, desde el grupo, se afea la notoriedad.
Aunque el castigo por destacar no siempre es explícito. De hecho, puede llegar de forma velada con bromas que resten mérito, malas caras, o silencios que dejen a quien destaca fuera de juego.
¿Quién lo padece? Típicamente, aparece en relaciones entre iguales. Además, con frecuencia, se confunde con “poner en su sitio a alguien” cuando en realidad, es un mecanismo de control social.
El blanco típico de este castigo colectivo serán las personas con alto rendimiento o muy visibles, aunque también pueden llegar a serlo algunos grupos minoritarios cuyo éxito cuestione las inercias del entorno.
Para entender este fenómeno debemos recurrir a la teoría de la comparación social. Según esta, tendemos a evaluarnos frente a otros. Y si salimos perdiendo de esta comparación, surgirán la envidia o la amenaza al autoconcepto.
Para resolverlo, algunos penalizarán al que brilla, criticándolo y atribuyendo su éxito a la suerte o restándole legitimidad. Al final, no deja de ser un mecanismo de defensa por el que volcar en el otro la frustración de la mediocridad, en vez de ajustar uno mismo sus propias metas en función de su valía.
También hay factores culturales y grupales: inconscientemente, los grupos buscan mantener la inercia como forma de seguridad y de mantener el equilibrio del sistema.
Además, cuando hay un ideal de igualdad, el hecho de destacar podrá entenderse como arrogancia o incluso deslealtad desde el grupo. El resultado es una especie de “poda social” que mantendrá la homogeneidad, aunque sea a costa del talento.
Ascensos o proyectos visibles podrán ir seguidos de microagresiones, de exclusiones en reuniones o de chistes que minimicen los logros. Como consecuencia, al final todos salen perjudicados al restarse innovación, dañarse la seguridad psicológica y provocar la huida de talentos.
Al ser un ambiente competitivo, brillar puede interpretarse como una amenaza al orden informal del grupo, lo que lleva a los alumnos brillantes a disminuir su participación para no caer mal. Puede rozar con el acoso laboral y académico encubierto, con impacto en salud mental y en la confianza de estudiantes e investigadores.
Son otro buen caldo de cultivo para el menosprecio del éxito, dado su poder para amplificar la visibilidad. Cuando esta sea significativa, podría aparecer una campaña de desprestigio o incluso intentos de cancelación en internet.
Ser la envidia de todos terminará pasando factura a la autoestima de la persona afectada. Con frecuencia, aparecerá una autocensura de las competencias por la que la persona empiece a sentirse pequeña, hable menos en reuniones, rebaje sus logros o evite retos para no molestar.
A esto se sumará una hipervigilancia social por su parte, tratando de buscar pruebas de esa desaprobación percibida. Además, no es extraño que aparezca un síndrome del impostor. Este surge de forma reactiva cuando el entorno anula a la persona y hace que ponga en duda su valía y merecimiento.
Con el tiempo, terminará en desgaste y desmotivación, hasta el punto de que algunos profesionales decidan cambiar de empresa o incluso de sector para poder evolucionar.
La especialista en altas capacidades Celi Trépanier -autora de Educating Your Gifted Child: How One Public School Teacher Embraced Homeschooling– advierte que lo que a veces se interpreta como “poner límites a la soberbia” suele ser, en realidad, incomprensión de la alta capacidad y de no ira acompasados respecto a su grupo de edad, tanto en lo intelectual como en lo emocional o social.
Y en ese desfase podrán aparecer burlas, aislamiento o acoso. En ocasiones, incluso adultos bienintencionados desincentivarán el avance de estos niños para no descompensar el aula.
Trépanier propone a las familias y colegios algunas claves prácticas como el legitimar el talento sin exigir perfección, buscar retos adecuados para evitar el aburrimiento de los alumnos con alta capacidad, así como educar al grupo sobre la diversidad de ritmos con la idea de elevar el nivel de todos, en vez de bajarlo.
Para ello, explica que hacen falta “docentes puente” que protejan la curiosidad de estos niños y, a la vez, modelen cómo celebrar el logro ajeno por parte del resto. De este modo, estos niños no serán percibidos como “demasiado” para el aula, sino como alumnos que necesitan un ajuste pedagógico para crecer con bienestar y con el grupo.
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