(Foto: Freepik)
Cuántas veces habremos pensado que ojalá pudiéramos controlarnos mejor y dejar de sentir ciertas emociones. Porque, ¿quién necesita ponerse rojo o llorar viendo una película? Tampoco resulta agradable para una mujer el sentirse aterrorizada simplemente porque un hombre inocente ande unos pasos detrás de ella por la noche.
Sin embargo, cuando esto último sucede, no se le puede culpar, ya que el miedo ha surgido como un mecanismo primario activado para la supervivencia.
Lo mismo ocurre, en mayor o menor medida, con todas las emociones básicas: tienen su función. Descubre para qué nos sirven las emociones y por qué su papel es imprescindible a lo largo de toda nuestra vida.
De las emociones pueden decirse muchas cosas. Por ejemplo, que imprimen carácter: está el que siempre se emociona y llora por todo, el frío que ni se inmuta ante nada y el que explota a la mínima. Pero lo que nunca se puede decir de ellas es que sobren. Distinto es que a veces nuestras emociones se muestren exacerbadas y estén fuera de lugar.
En estos casos, hablaríamos de síntomas, aunque estos no dejan de ser una alerta dentro de un sistema desregulado por alguna razón, posiblemente relacionada con el sistema de apego forjado en la infancia. Tal es el caso de patologías como la ansiedad, los ataques de pánico y cualquier otro trastorno psicológico con base emocional.
Al margen de la incomodidad que nos puedan crear, las emociones contribuyen a la supervivencia en términos biológicos. Tanto es así, que forman parte de los mecanismos de adaptación que tenemos, no solo en humanos, sino en muchos otros animales. Las emociones son compartidas por la mayoría de los mamíferos, como podemos comprobar en la convivencia con perros, gatos, hámsters y demás mascotas.
Pero también están presentes en muchas aves, como los córvidos y los loros, e incluso hay indicios de la existencia de estados afectivos en cefalópodos como los pulpos, y en algunos peces. En ellos se observan patrones de miedo, búsqueda de cuidado, juego, duelo, ira defensiva o curiosidad, con funciones muy similares a las nuestras. El mejor ejemplo de las emociones como elemento adaptativo lo vemos en los niños:
Además de lo anterior, las emociones son el mejor sistema de alerta con el que contamos a la hora de tomar decisiones, cuando aparecen indicadores de peligro: ¿Debemos correr y huir, defendernos con un buen ataque o, por el contrario, nos conviene hacernos los muertos?
Es en estos momentos cuando nuestro sistema emocional se pone a prueba y veremos que responde en milisegundos, incluso sin darnos tiempo a pensar en ello. Ante la sensación de amenaza, surgirán emociones como el miedo, el pánico o la rabia, y en función de estas actuaremos.
Además de sensaciones internas, las emociones también son mensajes que los demás leen y a los que suelen responder. No olvidemos que los seres humanos somos animales sociales y, por ello, necesitamos de otras personas para sobrevivir.
Y otra funciones es, precisamente, la de comunicar intenciones y necesidades, sobre todo con el lenguaje no verbal. Así, con la expresión emocional conseguiremos despertar la empatía de los demás, generando actuaciones de ayuda y coordinación que permitan prevenir conflictos y actuar con solidaridad dentro de un grupo.
En realidad, no existe un único listado de emociones, aunque son dos los enfoques habitualmente citados. El primero está centrado en la expresión universal: alegría, tristeza, miedo, ira, asco y sorpresa, con el desprecio como posible adicional.
El segundo, de carácter neurobiológico, distingue siete sistemas primarios que ligan emoción y comportamiento: búsqueda y exploración, miedo, rabia, cuidado, pánico, juego y deseo sexual.
Más allá del número exacto de emociones, lo que nos importa es su propósito:
¿Nacemos con ellas? Las emociones primarias se expresan muy pronto, a través del llanto, la sonrisa y el miedo, ya que están relacionadas con el sistema biológico de apego. Su función, pues, es la de comunicarnos con nuestros principales cuidadores. Sólo más tarde emergerán las emociones más autoconscientes, como la culpa, la vergüenza o el orgullo, que requieren manejar normas sociales.
De nuevo, en este caso, no existe una única teoría, aunque la del apego es la más aceptada. Según esta, formulada por Bowlby, la respuesta a los diferentes estilos de apego suele estar en el aprendizaje temprano y en la lectura que hicimos del comportamiento de nuestro principal cuidador. Cuando sentimos que hicieron caso omiso a nuestras peticiones, dejamos de pedir y aprendimos a guardarnos los problemas, sufriendo por ello.
Por el contrario, cuando el cuidado fue intermitente, aprendimos a amplificar la emoción. Por ello, en la edad adulta su expresión se deja ver en forma de demandas ansiosas para asegurar una respuesta.
Como resultado, esas personas tienen muchos altibajos, discusiones recurrentes y están en constante vigilancia de sus relaciones, comprobando que siguen ahí, disponibles. Ninguno de los dos estilos es “defectuoso”: son ajustes de supervivencia que, en la vida adulta, ya no son adaptativos y conviene actualizar.
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