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La violencia machista no es un hecho aislado, sino un patrón social que se cobra vidas y que se mantiene activo en las nuevas generaciones. Para visibilizarlo, cada 25 de noviembre se conmemora el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, un recordatorio tan incómodo como necesario. Sobre todo, si prestamos atención a la adolescencia, momento en que comienzan a gestarse las nuevas historias de maltrato.
Difíciles de detectar desde el exterior, dentro de la relación tampoco resultan fáciles de reconocer, ya que debutan con comportamientos de control muy normalizados y que se confunden con amor. ¿Qué podemos hacer por las nuevas víctimas? ¿Cómo ayudar a los adolescentes a detectar la violencia de género?
La celebración de la jornada del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer tiene un origen concreto y doloroso: el asesinato en 1960 de las tres hermanas Mirabal, revolucionarias políticas en República Dominicana. A su muerte seguiría la decisión tomada en 1981 por activistas latinoamericanas de señalar esa fecha como símbolo de resistencia. Pero no fue hasta el año 1999 cuando las Naciones Unidas le dio el carácter oficial que hoy conocemos.
Si se pregunta a un grupo de adolescentes qué es la violencia de género, casi todos dirán que es inaceptable. El problema es que no siempre la reconocen cuando aparece en su propia relación.
Ejemplo de ello es que una de cada tres personas jóvenes considera aceptables o inevitables ciertas conductas de control. Cuando estos mitos se interiorizan al inicio del noviazgo, el terreno queda abonado para confundir control con cuidado y agresión con pasión.
Según un estudio del Gobierno de España contra la violencia de género, esa ceguera no nace de la nada. Lejos de eso, está alimentada por mitos que minimizan el maltrato, especialmente justificado entre los adolescentes.
Entre los comportamientos más normalizados está el controlar los horarios de la pareja, impedirle que vea a su familia o amistades, no permitir que esta estudie o trabaje, así como decirle las cosas que puede o no puede hacer.
Lenore Walker describió en 1979 el llamado Síndrome de la mujer maltratada para explicar las consecuencias psicológicas del maltrato continuado. No es una etiqueta diagnóstica en sí misma, sino una forma de entender por qué la víctima puede quedar atrapada en una relación dañina. Su base es la indefensión aprendida de Seligman: después de muchos intentos fallidos de parar la violencia, se instala la idea de que nada de lo que se haga servirá para cambiar la situación.
En la adolescencia, ese mecanismo puede aparecer antes de lo que se piensa. Una chica muy joven puede sentir que “si se porta bien” él dejará de enfadarse, o que “cuando madure”, se volverá menos controlador.
El ciclo se sostiene con distorsiones cognitivas, normalización del daño y una autoimagen cada vez más pequeña. Por eso es tan importante poner nombre a lo que ocurre en fases tempranas, cuando el maltrato aún no ha echado raíces.
A fecha 17 de noviembre de 2025, las estadísticas indican que 38 mujeres han sido asesinadas en España por sus parejas o exparejas, y el total desde 2003 asciende a 1.333. Detrás de estos números hay, además, huérfanos, familias rotas y una cultura que sigue tolerando ciertas formas de dominación.
En España, los estudios con jóvenes reflejan violencia en el noviazgo y una percepción desigual entre chicos y chicas sobre qué conductas son violentas. En su investigación, Sanmartín-Andújar y colaboradores (2022), en una muestra de 410 adolescentes gallegos, encontraron que ellas identifican mejor el control como violencia.
Un control que está muy presente en su entorno. Desde supervisar la vestimenta o las amistades, hasta la vigilancia digital. Casi la mitad de los encuestados conocía parejas que se controlaban a base de mensajes constantes y más de uno de cada cinco había visto miedo dentro de la relación.
En los adolescentes, todo se agrava porque se vive el amor por primera vez, y con mucha intensidad. Y es ahí donde el control puede parecer una prueba del vínculo. Si él se enfada porque ella sale con amigas, se interpreta como que le importa. Si revisa el móvil “porque hay confianza”, se normaliza. Y si exige fotos o contraseñas, se dice que “no debería haber nada que ocultar”.
Desde la psicología se sabe que el control no nace del amor, sino del miedo a perder poder. Y que cuanto antes se normalice este control, más difícil será desmontarlo luego. Walker ya explicaba en su ciclo de violencia cómo, al principio, los celos se leen como interés y se espera que cambien con el tiempo. Sin embargo, en adolescentes ese “ya se le pasará” es especialmente peligroso, ya que suele suceder precisamente lo contrario.
No es casualidad que para más de la mitad de los adolescentes los celos lleguen a justificar algún tipo de violencia. Son mensajes culturales transmitidos transgeneracionalmente, y muy fáciles de potenciar por los canales digitales. En este sentido, las redes sociales no han inventado el machismo, pero pueden hacerlo más rápido, más presente y difícil de detectar.
Así, un mensaje de WhatsApp, una story en Instagram o el tener la obligación de compartir ubicación se convierten en instrumentos de vigilancia cotidiana. En paralelo, la cultura musical y las series que ven los adolescentes siguen enviando mensajes ambiguos: canciones que glorifican la posesión, series donde el chico insistente acaba siendo “el bueno”, o relatos románticos que equiparan acoso con amor.
Hay algunos comportamientos que parecen románticos, pero que en realidad no lo son. Y la prevención real empieza por identificar señales sutiles, muchas veces difíciles de reconocer.
En principio, ¿por qué una chica tendría que pensar que el que aparezca su novio sin avisar a la salida del colegio es una forma de vigilancia y no un gesto de amor para darle una sorpresa? ¿Acaso es raro que quiera hablar con ella todo el tiempo, siendo su novio?
Si bien es verdad que podrían ser muestras amorosas, en el momento en que excedan en frecuencia y comiencen a agobiar a la chica, entonces debería activar todas sus alertas. Posiblemente, detrás de esas intenciones supuestamente románticas lo que haya en realidad sea un deseo de control patológico, y el hecho será agravado cuando ella intente pararle los pies y él se enfade.
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