Bergdorf Goodman
Un escaparate nunca es solo una vitrina. Es la primera promesa del lujo, la puerta de entrada a un universo simbólico que se despliega en cuestión de segundos ante los ojos del transeúnte. En un mundo donde cada vez más experiencias se consumen en pantallas, el escaparatismo se mantiene como un arte urbano, silencioso y efímero, capaz de detener la mirada y despertar la imaginación.
El origen del escaparatismo moderno se remonta al siglo XIX, cuando la aparición de los grandes almacenes en Europa y Estados Unidos transformó la forma de exhibir los productos.
Con la incorporación de amplios ventanales de cristal y la iluminación artificial, las fachadas de lugares como Le Bon Marché en París o Macy’s en Nueva York se convirtieron en escenarios visibles para todos. Desde entonces, el escaparate dejó de ser un mero espacio de acumulación de mercancías para convertirse en un espectáculo urbano que conectaba comercio y ciudad.
A lo largo de las décadas, los escaparates han funcionado como espejos sociales. Han reflejado la evolución del lujo: la opulencia de los ochenta, el minimalismo de los noventa, la teatralidad conceptual de los últimos años. Mirar atrás en su historia es leer un relato paralelo de cómo cada época ha entendido el deseo, la abundancia o la exclusividad.
Esa evolución histórica ayuda a entender por qué hoy el lujo empieza antes de entrar en la boutique. La mirada que se posa en un escaparate ya está siendo conducida por una narrativa: colores, luces, objetos y escenografía trabajan al unísono para contar una historia. No importa si después se cruza el umbral de la tienda o no; el viaje estético ya ha comenzado en la calle, donde el lujo se insinúa más que se ofrece.
Algunas direcciones se han convertido en destinos por la fuerza de sus escaparates. Basta pensar en Bergdorf Goodman en Nueva York, cuyos montajes navideños atraen cada año a miles de visitantes que hacen cola para contemplarlos como si fueran parte del circuito cultural de la ciudad.
O en Harrods en Londres, donde cada temporada se transforma en un teatro de luces y decorados que convierte a Knightsbridge en escenario urbano. En ambos casos, el escaparate trasciende la función comercial y se convierte en un espectáculo que eleva la ciudad a galería efímera.
En España, un caso paradigmático lo representa Zara, que nunca ha invertido en publicidad tradicional y ha utilizado históricamente sus escaparates como auténticas vallas publicitarias. Sus fachadas, ubicadas en lugares estratégicos, funcionan como herramienta de comunicación global y como primera toma de contacto entre la marca y el consumidor.
En este diálogo entre arte y comercio también surgen propuestas radicales. Un ejemplo singular lo representa The Wrong Gallery en Nueva York. Se trataba de una pequeña puerta, cerrada con llave, que funcionaba como un espacio expositivo a modo de escaparate.
Entre la puerta de cristal y la puerta de metal se anunciaban próximas exposiciones, pero ese supuesto adelanto no era un simple anuncio: el teaser era ya la propia exposición.
Desde la calle, los visitantes contemplaban así un gesto insólito que cuestionaba los límites entre comercio, arte y provocación cultural. Este proyecto demostró cómo el escaparate podía trascender su función comercial para convertirse en un gesto artístico radical.
Ese carácter efímero es, en sí mismo, parte de la esencia del escaparatismo. Un escaparate dura semanas, a veces solo unos días. No se repite, no se conserva intacto, vive en la memoria de quienes lo vieron pasar. Lo fugaz se convierte en un valor añadido: igual que ocurre con el lujo, aquello que no se puede replicar con facilidad se vuelve deseable, casi mítico.
La tecnología ha ampliado las posibilidades del escaparatismo. Pantallas, proyecciones interactivas o realidad aumentada abren caminos inéditos, aunque no sin riesgos. Cuando lo digital se impone sin equilibrio, la poesía se diluye en el espectáculo.
Sin embargo, el futuro del escaparatismo no ofrece dudas: por más que la tecnología aporte nuevas herramientas, la artesanía seguirá prevaleciendo. El uso de flores naturales, papeles trabajados con detalle, cristales pintados y la luz calculada al milímetro continuarán siendo el corazón de esta disciplina.
Y en medio de todo, permanece una paradoja fundamental. El lujo es por definición exclusivo, pero el escaparate es radicalmente público. Todos pueden mirar, aunque pocos puedan entrar. Esa tensión entre lo mostrado y lo inaccesible refuerza el misterio del lujo: mostrar lo suficiente para fascinar, pero sin desvelarlo por completo.
Quizás por eso, pese a los cambios tecnológicos y culturales, el escaparatismo conserva intacta su vigencia. Porque más allá de la compra, nos invita a detenernos, a soñar un instante en mitad de la calle, a entrar en contacto con un universo donde cada detalle importa. En definitiva, nos recuerda que el lujo empieza siempre en la mirada.
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