Foto: Javier del Real
Cuando uno piensa en Vivaldi lo primero que le viene a la mente son sus conciertos instrumentales. Esa música luminosa y vibrante que, como decía Stravinski, podía sonar siempre parecida, pero jamás dejaba de seducir. Sin embargo, detrás del “cura rojo” hay mucho más: un catálogo operístico vasto, apasionado y sorprendentemente poco transitado. Aunque Vivaldi aseguraba haber compuesto 94 óperas, apenas medio centenar han llegado hasta nosotros y solo una veintena de forma íntegra. Entre ellas, Farnace, estrenada en 1727 en Venecia, y que fue la favorita del propio compositor.
El Teatro Real, fiel a su compromiso con la recuperación del repertorio barroco, ha resucitado Farnace en versión semiescenificada. Es decir, en un formato híbrido que oscila entre el concierto puro y la ópera escénica.
La obra, con libreto de Antonio Maria Lucchini, mezcla intriga política, tragedia personal y pasiones desbordadas. El enfrentamiento entre el romano Pompeyo y Farnace, rey del Ponto, se enmarca en un universo poblado por figuras femeninas de enorme fuerza -Tamiri, Selinda y Berenice- que aportan densidad psicológica y un contrapunto fascinante al héroe derrotado.
La dirección musical corre a cargo de Emiliano González Toro, también protagonista en el rol titular, acompañado por Ensemble I Gemelli. Su lectura intenta buscar frescura, intensidad rítmica y ese pulso danzable que define al barroco vivo.
Sin embargo, el exceso de gestualidad en la dirección -más coreográfica que precisa- distrajo en varios momentos y generó cierta inseguridad en las entradas del conjunto. La magia del barroco, con su afinación tan particular y su preciosa fragilidad, exige rigor además de inspiración: no siempre se alcanzó ese equilibrio.
El mejor momento de González Toro llegó con el aria Gelido in ogni vena, donde pudo desplegar sus recursos vocales, aunque con poca precisión en las coloraturas y ornamentos. Este aria, célebre por evocar el efecto “hielo” al iniciar con los acordes del movimiento Invierno de Las cuatro estaciones, se subrayó como el instante de mayor intensidad emocional de la noche.
En realidad, esto no sería grave si el resultado musical hubiera alcanzado la excelencia. Pero no fue así. La orquesta sonó correcta, aunque apagada, sin la intensidad ni los contrastes que hacen brillar la escritura de Vivaldi. Esa paleta de colores, tan característica en sus acompañamientos, apareció desdibujada, casi rutinaria y sin verdadera intención dramática.
En los recitativos se echó en falta mayor imaginación y variedad. Síntomas claros de una dirección musical débil y de la ausencia de un liderazgo firme que arrastrara al conjunto. La música, como la vida, necesita jerarquías. Cuando no las hay, se suele degenerar en uniformidad. Y, efectivamente, como suele suceder cuando un director no está plenamente capacitado para guiar a su orquesta, la batuta invisible la llevó la concertino.
Por otro lado, brilló el joven contratenor estadounidense Key’mon W. Murrah (Gilade), dueño de un instrumento de extraordinaria belleza, coloratura precisa y fraseo elegante. Su presencia escénica, inteligente y refinada, acaparó los aplausos y reconocimiento del público en general.
El formato semiescenificado suele tener encanto: obliga al espectador a escuchar con más atención y a disfrutar de cada aria como una joya. Sin embargo, esta producción tropezó en un aspecto fundamental: el vestuario. Fue de factura pobre, más cercano a un montaje escolar que a la grandeza del coliseo madrileño.
La dirección de escena, firmada por Mathilde Etienne, dejó más preguntas que certezas.
Me hubiera encantado ver cómo habrían brillado las protagonistas femeninas con una dirección escénica más afinada, capaz de potenciar la densidad de sus personajes. Tamiri conmoviendo en su dilema de madre sacrificada; Berenice destilando venganza y dolor; y Selinda oscilando entre el amor y el deber.
Los movimientos escénicos, en su mayoría, carecieron de elegancia y convicción, diluyendo la fuerza dramática de la música. Y en una casa como el Real, donde el público busca una experiencia integral de música, lujo y estética, la austeridad mal resuelta se percibe como un desajuste. Aquí, la economía de medios no se transformó en virtud.
El Teatro Real abraza, en cada temporada, su función de acariciar tanto el corazón como las neuronas de su público. Un público que suele inclinarse más por el repertorio romántico y el bel canto en general.
Precisamente por eso, traer títulos barrocos como Farnace es una apuesta valiente, un gesto de nobleza cultural y de ampliación del horizonte musical madrileño. Lástima que, en este caso, una de las joyas del barroco haya sido presentada con tanta pobreza artística. Prueba de ello es que más de la mitad del teatro abandonó sus asientos en el intermedio.
La vuelta de Farnace a Madrid debía haber sido un acontecimiento cultural. Tender un puente hacia un Vivaldi menos conocido, reivindicar el barroco como fuente inagotable de emociones humanas y ofrecer al espectador contemporáneo la oportunidad de descubrir dramas que siguen siendo universales.
Sin embargo, esta producción de Farnace en el Teatro Real quedó a medio camino. La música alternó “sparkles” de gran altura con imprecisiones notorias y la puesta visual no alcanzó el nivel de excelencia esperado en un “teatro A” de referencia internacional.
Dirección musical de Emiliano González Toro, quien también ha interpretado el rol principal (Farnace)
Dirección de escena de Mathilde Etienne
Reparto:
Gilade: Key’mon W. Murrah
Berenice: Adèle Charvet
Tamiri: Deniz Uzun
Pompeo: Juan Sancho
Selinda: Séraphine Cotrez
Aquilio: Álvaro Zambrano
Ensemble I Gemelli
Fotos © Javier del Real | Teatro Real
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