Bartók en claroscuro: deseo, miedo y redención en un díptico hipnótico
Analizamos las dos obras del compositor húngaro que se representan en el Teatro Real: El mandarín maravilloso y El castillo de Barbazul.
El Teatro Real presenta un programa doble que aspira a hacer respirar como un solo organismo dos títulos cardinales del compositor húngaro Béla Bartók. El director de escena, Christof Loy, recordado por sus lecturas de Eugenio Oneguin y Arabella, traza un arco que va del deseo urbano y visceral de El mandarín maravilloso a la introspección simbólica de El castillo de Barbazul, con el primer movimiento de Música para cuerda, percusión y celesta como interludio de recogimiento.
La idea, atractiva en su ambición, subraya el amor como energía ambivalente que hiere y cura. Sin embargo, la realización escénica no siempre estuvo a la altura de la potencia musical.
Conviene subrayar, con todo, que Loy es un gran profesional, muy querido en el Teatro Real y en Madrid. No solo por la suma de producciones de altísimo nivel que ha firmado, sino también por su afecto y profundo reconocimiento hacia la Zarzuela, repertorio al que ha mostrado respeto y atención ejemplares. Su prestigio y vínculo con el público madrileño son innegables. Incluso cuando una apuesta concreta, como la presente, no termina de alcanzar su pleno potencial escénico.
Ritmo como motor dramático
La velada se abre con el Prólogo de Barbazul, una ilustración meta-teatral que enmarca el relato y celebra la necesidad de volver a contar las viejas historias. A partir de ahí, manda la música.
La virtud del maestro, en obras como estas, consiste en no asfixiar con texturas densas y complejas. Y sobre todo en mantener la precisión percusiva sin estridencia, con metales acerados que brillen sin herir.
En El mandarín maravilloso, Gustavo Gimeno (al frente del coro y orquesta titulares del Teatro Real) guía con pulso y refinamiento una partitura que es pura “masa rítmica”. En ambos títulos el ritmo actúa como motor dramático y Gimeno consigue que la orquesta sea un cuerpo vivo y flexible.
La orquestación bartokiana, verdadero laboratorio de timbres extremos, traduce el vértigo del deseo, la persecución y el choque, permitiendo que incluso un público menos iniciado se acerque a la música contemporánea con placer. La correlación entre acción y sonido es milimétrica, y el abrazo final modula de la violencia rítmica a un estado de liberación suspendida.
El gesto que no termina de verse
Concebida como ballet-pantomima, la partitura de El mandarín maravilloso sitúa la coreografía en el centro del drama y Loy asume esa premisa. El elenco responde con entrega y presencia física.
Gorka Culebras (Mandarín) de magnetismo callado; Carla Pérez Mora (La chica) seductora sin cliché; y el trío de vagabundos (Nicky van Cleef, David Vento, Joni Österlund) sobrio. Pero persiste la sensación de que la plasticidad del gesto que pide Bartók se adivina más de lo que se ve.
Faltó ese lenguaje corporal que el compositor escribe en la partitura y que el ojo debería leer con la misma nitidez con que el oído lo percibe.
En Barbazul, la concepción, de vocación conceptual e intimista, rozó a ratos la semiescenificación. Aun comprendiendo sus nobles y minimalistas intenciones, la obra y los excelentes solistas reclaman un marco más fértil para su verdad dramática.
Paisaje sin impulso dramático
La escenografía de Marton Ágh en El mandarín propone la geografía moral de una gran urbe decadente. Un puerto corroído, viviendas apiladas, basura como huella de un mundo exhausto. Ese mismo “paisaje emocional” sirve luego de soporte visual para Barbazul.
Sin embargo, el tránsito de los intérpretes rara vez enciende la dramaturgia sonora: la imagen no contradice, pero tampoco potencia; acompaña sin transformar.
Sombra templada, amor y culpa
El interludio de Música para cuerda, percusión y celesta fue, en cambio, un auténtico baño de sombra templada. Cuerda bruñida, celesta de claridad mineral, respiración espiritual que limpia la mirada antes del descenso interior de El castillo de Barbazul. Aquí se impone la arquitectura simbólica: siete puertas, siete estados del alma.
La primera revela la cámara de tortura y, con ella, el motivo de la sangre (semitono punzante que hiere cada aparición de la culpa, también insinuado en El mandarín). La segunda arma el músculo bélico; la tercera ofrece un brillo apenas consonante, tesoros chapados en sangre; la cuarta abre un jardín de arpas y flautas, belleza frágil con tierra oscura.
Por su parte, la quinta expande la orquesta con órgano y masa resonante en un Do mayor que ilumina sin quemar. La sexta, lago de lágrimas, se vuelve tenue con arpa y celesta sobre un bajo que presagia. Y la séptima devuelve la textura a la penumbra, resignada y sin triunfalismo.
Herlitzius y Fischesser: palabra, color y nobleza de emisión
Evelyn Herlitzius maravilla con un registro amplio y la seguridad de sus graves. Voz llena de emoción y matices, esculpidos con articulación exquisita, que justifican —desde la música— la rendición progresiva de Barbazul ante la insistencia de Judith y la entrega de cada llave.
Christof Fischesser está igualmente soberbio: caudal de armónicos moldeado con musicalidad ejemplar, capaz de transitar culpa, orgullo y temor sin perder nobleza en la emisión.
Ambas voces encajan con naturalidad sobre la alfombra orquestal de Gimeno, verdadero artífice del equilibrio de la noche. Manejo inteligente del matiz, respiración amplia, atención al detalle tímbrico y una proporcionalidad que permite brillar a cada sección sin eclipsar a los solistas.
Sobresalen los acentos percusivos de la cámara de las joyas, la potencia expansiva cuando Barbazul abre sus vastos territorios y la emoción filigranada de los violines ante la inminente séptima puerta.
“Alta costura” desde el foso
El lujo, entendido como excelencia serena, estuvo en la orquesta, en el mando noble y preciso de Gimeno y en dos protagonistas que honraron la palabra y el color de Bartók en el Teatro Real. La estatura artística de Christof Loy, su relación de confianza con el Teatro y su amor por la zarzuela merecen el reconocimiento que Madrid le profesa. Quizá por eso mismo se echa en falta que esta propuesta escénica alcance la incandescencia de su ideario.
Queda el deseo de que una próxima reposición permita a la escena abrir, por fin, las siete puertas con la misma intensidad con que la música ya lo hace.
Bartók en el Teatro Real
- Dirección musical: Gustavo Gimeno
- Dirección de escena: Christof Loy
- Coro y Orquesta: Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real
Primera parte
- Prólogo de la ópera El castillo de Barbazul
- Ballet-pantomima El mandarín maravilloso
- Primer movimiento de Música para cuerda, percusión y celesta
- Ballet-pantomima
El mandarín maravilloso
- Gorka Culebras (El mandarín)
- Carla Pérez Mora (La chica)
- Nicky van Cleef (Primer vagabundo)
- David Vento (Segundo vagabundo)
- Joni Österlund (Tercer vagabundo)
- Nicolas Franciscus (El poeta)
- Mário Branco (Un libertino)
Segunda parte
- Ópera El castillo de Barbazul
- Christof Fischesser (El duque Barbazul)
- Evelyn Herlitzius (Judith)
- Nicolas Franciscus (El prólogo).
