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Villa Le Blanc, el Mediterráneo convertido en hotel

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Villa Le Blanc, Gran Meliá, no es solo un resort, sino un escenario creado para que todos los sentidos despierten: luz, textura, silencio, espacios que invitan a detenerse.

Al atravesar el vestíbulo, lo primero que golpea es la luz. Esa claridad mediterránea que baña los muros blancos resuena en los arcos menorquines, se filtra por amplios ventanales y se desliza entre las hileras del jardín diseñado por Alfonso Pérez-Ventana. Se respira inmediatamente una arquitectura que no impone, sino que acoge.

El arquitecto Álvaro Sans, del estudio ASAH, tomó el encargo de reinventar el antiguo Sol Beach House. Convertido en Villa Le Blanc, el complejo se pliega sobre sí mismo en una U que mira al mar, se abre al bosque de pinos y abraza la brisa marina. Piedra, madera, teja encalada: materiales que hablan de Menorca más que cualquier discurso turístico. La estética, minimalista y pulida, esconde porches, jardines, senderos.

Son 159 habitaciones, de las cuales 45 son suites, incluyendo opciones como la Presidential Suite, que ofrece una experiencia exclusiva con vistas al mar y piscina privada. Un oasis privado frente al azul-marino. Camas balinesas, ropa de cama suave, texturas luminosas, amenidades de altura -como los aromas de Carner Barcelona- conviven con el leve sonido del oleaje, rompiendo la distancia entre huésped y paisaje.

El beneplácito del descanso

Foto: Meliá

El trayecto desde el hotel hacia la playa de Binigaus -una ruta peatonal de quince minutos- enseña algo esencial. Que aquí el descanso no se conquista con velocidad, sino con lentitud. Con la posibilidad de ver pasar el sol, de percibir el aroma de la tierra, de escuchar el viento entre los pinos.

En los espacios comunes, la estética calma domina con pasillos que se abren al exterior, jardines que se deslizan entre las alas del edificio y la piscina rooftop que recopila reflejos de cielo. La sensación de que cada objeto, cada pieza de artesanía, cada rincón decorativo, cumple un propósito estético sin ostentar.

Roland Pérez. Foto: Isabel Chuecos-Ruiz

En conversación con Roland Pérez, actual GM del hotel, emerge una visión que trasciende la estética. No hablamos de cifras ni de manuales de gestión sino de silencios, de tiempos, de armonías.

“Ser director no es solo coordinar equipos: es orquestar piezas muy distintas que deben sonar al unísono. Si una se desajusta, el huésped lo percibe. Nuestro trabajo es lograr que lo visible -la habitación impecable, la atención en recepción- repose sobre un engranaje invisible que funcione con precisión. Es solo la punta del iceberg. Ese es el verdadero lujo: que nada chirríe, que todo fluya”.

Roland subraya la dificultad de armonizar equipos de perfiles y ritmos distintos. “Hay que anticipar, formar y corregir cada día. Lo más gratificante es ver al huésped relajarse sin preguntarse por qué, lo cual significa que todo encajó”.

También reflexiona sobre el papel de los directores como puentes invisibles entre los equipos de diseño, mantenimiento, servicio o atención al cliente, siempre trazando líneas de comunicación, corrigiendo ritmos, ensayando lo que se ve y lo que no se ve. “Si una puerta chirría, si un aroma no acompaña, si la luz del pasillo no es la adecuada, rompes la ilusión. No basta con tener buenos materiales, sino con que todos sepan cuándo deben liderar, cuándo callar, cuándo anticipar”.

La experiencia más allá del lujo

Foto: Meliá

Villa Le Blanc no pretende solo ser un hotel espectacular: quiere ser un refugio. Un lugar donde el lujo no sea gritos, sino susurros. Un espacio que te invite a despertarte sin reloj, a mirar el mar, a sentir la textura de la madera, a saborear la quietud.

Quizás lo más acertado de este hotel es que permite olvidarse del lujo ostentoso y reencontrarse con algo mucho más profundo: la experiencia estética, el confort absoluto, la belleza que cura. Un “hotel sin tregua para los sentidos”, sí, pero sobre todo, sin prisa para vivirlos.

Villa Le Blanc está allí, frente al mar, con la blancura exacta y la calma suficiente para que uno se dé cuenta de que todo lo demás sobra. Las habitaciones, las terrazas, los jardines… todo encaja sin que tengas que pensar en ello.

No hay artificio que distraiga; solo la isla, el Mediterráneo y la sensación de que, por unos días, el tiempo se mide de otra manera. Uno se va, y lo que queda es la certeza de que Menorca puede ofrecer una belleza sin pretensiones que este hotel entiende mejor que nadie.

Isabel Chuecos-Ruiz

Arquitecta y Sommelier. Allí en el cruce de caminos entre la arquitectura y el vino encontré mi inspiración. www.isabelchuecosruiz.com

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