Foto: Lhardy
Fundado en 1839, Lhardy no es solo un restaurante, sino una institución madrileña. Ahora que las temperaturas descienden y nos adentramos en el otoño, resulta imposible no pensar en él. Por su comedor y sus salones han pasado políticos, aristócratas, artistas, escritores y hasta conspiradores. Más que un lugar donde comer, fue desde el inicio un escenario donde se representaba la vida social y política de España.
El Lhardy que muchos conocimos no era únicamente una experiencia gastronómica sino también un ritual social y cultural. Se trataba de un modelo de negocio único donde los clientes podían servirse por sí mismos las míticas croquetas de cocido, los hojaldres de salchicha trufada y, por supuesto, tomar el consomé directamente del samovar para enriquecerlo con un fino, una manzanilla o un palo cortado en aquellos días de especial frío.
No hacía falta recurrir a camareros ni encargados, la dinámica se sustentaba en la confianza. Al terminar, bastaba con pasar por caja y, en un alarde de honestidad, declarar lo consumido sin que hubiera forma alguna de comprobar la veracidad del testimonio.
Lhardy funcionaba así como un lugar donde la palabra del cliente era la auténtica seña de identidad. Este rasgo iba más allá de lo culinario, reflejaba una visión de la sociedad madrileña donde la integridad personal era uno de los pilares de la vida pública y privada.
Esa dimensión formativa hacía de Lhardy un lugar de culto tanto para mayores como para niños. Muchos padres llevaban a sus hijos como un método de aprendizaje y civismo, para que entendieran de primera mano el valor de la rectitud y de la responsabilidad individual.
Esa enseñanza se materializaba en escenas muy concretas. En los días de mayor afluencia, los más pequeños, que apenas levantaban un palmo del suelo, aprendían a desenvolverse entre la multitud con la pericia suficiente para no derramar su preciado y humeante consomé.
La experiencia en Lhardy se convertía así en una iniciación, un aprendizaje vital que trascendía lo gastronómico y dejaba una huella de civismo y de compromiso en las nuevas generaciones. Ese modelo basado en la confianza del cliente parecía inquebrantable, pero los tiempos cambiaron y pusieron a prueba incluso a instituciones centenarias. La llegada de la pandemia marcó un antes y un después.
Como tantas otras instituciones centenarias, Lhardy sufrió duramente los efectos de la pandemia. El cierre temporal puso en riesgo no solo un negocio, sino un símbolo cultural de Madrid. Durante meses, sus salones permanecieron vacíos, silenciosos, como si el tiempo se hubiera detenido. La fragilidad de Lhardy en aquellos momentos reflejaba también la vulnerabilidad de una sociedad que veía tambalearse sus referentes históricos.
La adquisición por parte de Pescaderías Coruñesas marcó un punto de inflexión. Conocida por su excelencia en el producto y por haber revitalizado otros restaurantes emblemáticos de la capital, la empresa tomó las riendas de Lhardy con el objetivo de devolverle esplendor sin traicionar su esencia.
La operación fue más que una transacción empresarial, fue un gesto de protección patrimonial, un recordatorio de que la historia gastronómica de una ciudad también debe cuidarse y actualizarse.
Con la llegada de Pescaderías Coruñesas, sin embargo, también cambió el modelo anterior. Empezó con las regulaciones sanitarias impuestas durante la pandemia, que obligaron a suspender la costumbre de servirse uno mismo todos aquellos canapés que durante décadas habían enamorado al público madrileño poniendo fin a una tradición que había definido la identidad de la institución .
Pero tras la vuelta a la normalidad, Pescaderías Coruñesas optó por no volver al sistema que durante tantos años había funcionado. Ahora son los camareros quienes controlan hasta la última consumición.
Esto no es una crítica a Pescaderías Coruñesas, ni mucho menos. Los madrileños y los amantes de la gastronomía deberíamos estar eternamente agradecidos por haber salvado esta institución centenaria. Pero la desaparición de aquel modelo basado en la transparencia del cliente es un síntoma revelador. Lo que antes era un ejercicio cotidiano de rectitud se ha visto sustituido por un sistema propio de un restaurante convencional más. Y ese cambio no habla solo de Lhardy, habla de un cambio general en nuestra sociedad.
Allí donde antes veíamos a clientes fieles, sinceros y con sentido de la responsabilidad, ahora encontramos un contexto más desconfiado, menos sostenido en la palabra y donde la integridad personal ha perdido centralidad. La transición de Lhardy es, en última instancia, el reflejo de un tiempo en el que la conveniencia del momento se impone con demasiada frecuencia sobre el compromiso moral.
Hoy, Lhardy se proyecta hacia el futuro con la fuerza de su legado y la ambición de seguir siendo una parte fundamental del imaginario cultural y social madrileño. Pero su evolución también invita a reflexionar sobre lo que revela de nosotros como sociedad. Si hemos dejado atrás, quizá de manera irreversible, aquella época en la que la confianza mutua era suficiente para sostener un modelo.
Porque lo que ha cambiado en Lhardy no es solo su servicio: es la sociedad que lo rodea. Y ahí reside la verdadera lección: cada consumición controlada, cada gesto medido, cada rastro de recelo nos recuerda que hemos perdido algo más que un ritual gastronómico. Hemos renunciado a un símbolo de credibilidad colectiva.
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