Foto: Lorenzo del Castillo
Durante años el minimalismo ejerció una especie de hipnosis colectiva. Representaba pureza, orden y una promesa silenciosa de sofisticación. Se convirtió en el lenguaje dominante del lujo contemporáneo, una estética que invitaba a limpiar, reducir y depurar. Pero toda hegemonía visual acaba mostrando su límite. Hoy, el lujo empieza a mirar de nuevo hacia la emoción, la textura y la complejidad.
Antes de la llegada del minimalismo, los años noventa y principios de los dos mil celebraron una estética exuberante. El lujo se asociaba al brillo, a la mezcla sin filtros, a la abundancia. Este imaginario, impulsado por una economía expansiva y un deseo de visibilidad, terminó generando agotamiento.
La reacción surgió a través de figuras como John Pawson, Tadao Ando o el universo silencioso de Muji, que introdujeron una sensibilidad opuesta. También Shiro Kuramata, Donald Judd o la fotografía de Hiroshi Sugimoto consolidaron un imaginario donde la reducción extrema adquiría un carácter casi espiritual. En moda, Jil Sander, Helmut Lang o la primera Phoebe Philo llevaron esta pureza a una nueva forma de elegancia.
Su propuesta ofreció una alternativa clara: materiales desnudos, luz contenida y estructuras precisas. Tras décadas de excesos, el minimalismo funcionó como una respiración profunda. Una búsqueda de claridad. Una forma de ordenar un mundo saturado.
Sin embargo, con el paso de los años aquella serenidad inicial empezó a diluirse. Lo que en un principio aportaba calma acabó generando una estética homogénea. Hoteles idénticos, restaurantes intercambiables, viviendas donde la neutralidad borraba cualquier rasgo de carácter. El blanco dejó de ser un gesto de depuración para convertirse en un vacío repetido.
Como ocurre siempre, el lujo fue pionero en adoptar este lenguaje desde la excelencia material y la precisión. Pero cuando el minimalismo se popularizó, su esencia se desvirtuó.
Los materiales nobles dieron paso a imitaciones, las líneas puras a soluciones económicas y la filosofía del silencio a una estética repetida sin propósito. Plataformas como Pinterest consolidaron esta versión simplificada, comprimida en tonos neutros y muebles estandarizados.
La expansión del gris milenial cristalizó este proceso. Un color pensado para transmitir calma acabó simbolizando la homogeneización visual. Y la desaparición progresiva del color acentuó el efecto.
Trabajar dentro de una paleta neutra es sencillo, pero combinar colores con intención, como hacen Lorenzo Castillo o Luis García Fraile, exige sensibilidad y conocimiento. La pérdida de esa complejidad cromática dejó a muchos interiores sin relato propio.
En medio de esta homogeneización global surgió un cansancio creciente. La neutralidad ya no ofrecía refugio, ofrecía ausencia. Y el lujo, fiel a su papel de adelantarse a los cambios culturales, comenzó a explorar una sensibilidad distinta. Más matizada, táctil e íntima.
Marcas, hoteles y espacios retomaron la riqueza material, maderas sin tratar que muestran el paso del tiempo, cerámicas artesanales, tejidos con textura, colores envolventes. Hoteles como Maison Mystique, El Fenn en Marrakech o Ett Hem en Estocolmo demostraron que el lujo podía ser emocional sin necesidad de recurrir al maximalismo. La mezcla dejó de ser un exceso para convertirse en un acto de identidad.
Esta transición no busca acumular, sino profundizar. Recupera la emoción que surge cuando un espacio no solo se mira, sino que se siente.
En este nuevo escenario la estética deja de ser un ejercicio de limpieza visual para convertirse en un lenguaje narrativo. El lujo ya no busca espacios impecables pero vacíos, sino lugares capaces de expresar intención.
Texturas que revelan origen, colores que evocan memoria, piezas que introducen historia en la contemporaneidad. La emoción nace cuando un interior no solo organiza formas, sino que construye un mundo.
Frente al silencio minimalista, estos nuevos códigos devuelven el diálogo entre el espacio y quien lo habita. La sensación ya no proviene de lo que se elimina, sino de lo que permanece. De la huella. De la intención.
Esta transformación ya es visible. Las revistas de decoración muestran interiores con mezcla y carácter. Las marcas revisan sus identidades alejándose de los logotipos ultraminimalistas que dominaron la última década. Las tiendas trabajan atmósferas más sensoriales, donde la materialidad vuelve a tener peso.
No se trata de una moda fugaz, sino de un cambio de sensibilidad. Un cansancio frente a la homogeneización y un deseo colectivo de recuperar emoción. Una tendencia que, todo indica, permanecerá. Al menos hasta que, como ocurre siempre, volvamos a saturarnos y el ciclo estético se reinicie en busca de otro tipo de silencio.
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